'Viajero de otro mundo', una novela sobre la violencia irracional que padecen menores de edad - Los Ángeles Press

2022-05-27 18:59:46 By : Ms. Mona Peng

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Bajo una atmósfera oscura y asfixiante que oscila entre la violencia absurda y el afán de ser en libertad, esta novela nos arrojará al infierno de niños y jóvenes tan temido, que en la época actual pareciera no detenerse, sino todo lo contrario, crece y crece expandiéndose hasta los límites de la muerte.

Elman Trevizo (1981) es un prolífico narrador, poeta, dramaturgo y periodista mexicano nacido en el estado de Sinaloa, quien ha optado por ir desarrollándose en la literatura juvenil e infantil. Ha publicado cerca de 20 libros de entre los cuales hemos elegido para abordar a este excelente escritor su novela Viajero de otro mundo (1ª. edición 2012, 1ª. reimpresión 2016).

Ha sido laureado en diversas ocasiones por la calidad de sus textos, como por ejemplo el Premio de Cuento del Semanario Meridiano 107 en 1998, el Premio de Poesía de la Revista Punto de Partida, en 2003, el Premio Estatal de la Juventud de Chihuahua en 2008, el Premio Valladolid de las Letras de cuento para niños en 2010 y el Premio Nacional de Novela Norma en 2012.

En Viajero de otro mundo se nos presenta la historia de Deek Ciprés, un joven de 17 años que sin saber qué está ocurriendo despierta de un momento a otro en un lugar y tiempo desconocidos, y sin recordar quién es él o quiénes son sus padres, sus amigos o su mundo. Y cuyo alrededor es siniestro e incomprensible.

Y a partir de este primer escenario la odisea del protagonista iniciará inexorable, pero sin quedarle claro si se dirige a la salida o a la entrada del infierno. Para ello, Trevizo plasmará de manera impecable un marco de pesadilla insoportable y atemorizante, en donde seres de aspecto terrorífico pueblan todos los sitios en los que deberá transitar Deek.

Conforme avanza la historia, nuestro autor realizará una serie de acotaciones en voz de otros personajes, quienes en realidad son los padres, amigos de la escuela y la novia de Deek, dibujando el tiempo y espacio genuinos; no el de la pesadilla en la que se encuentra el protagonista. Y estas observaciones que alimentan la comprensión sobre lo que le ocurre a él en verdad, aparecerán como comentarios en redes sociales cada vez que concluye un capítulo de la novela.

De esta manera, vislumbraremos paulatinamente las razones por las cuales la violencia irracional y el deseo de ser quienes somos son los ejes que dan forma a la historia; asimismo, obtendremos la respuesta a los constantes cuestionamientos del autor a dicha violencia. Y se aclarará por qué la aparente exageración del miedo que se transpira a lo largo de todos y cada uno de los capítulos por parte de Deek, quien no es más que una víctima y no el héroe tradicional de una obra literaria.

En efecto, Elman Trevizo rompe con el esquema del texto de denuncia común y corriente para proponer un texto incuestionablemente literario e innovador en dirección de plantear el acoso escolar o bullying llevado al extremo, en el que acaso el resultado será caer en estado de coma o, en definitiva, en la muerte, porque el final de Viajero de otro mundo es dolorosamente ambiguo. Tomar con seriedad el bullying y acabar con él de manera inmediata pareciera que es el mensaje que estamos obligados a asumir.

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Por Mónica del C. Aguirre

Simona Ibargüengoitia miraba todas las tardes las gotas que resbalaban por el cristal de la ventana; algunos días eran veloces, otras veces eran lentas, y la mayoría de los días no lograban romper con la fricción del cristal. Las veía desde la mecedora, sin oscilar. ¿Para qué? El rechinar del vaivén se interpondría con el sonido del viento, y este último, le causaba placer y encajaba con su estado de ánimo. Para ella, el viento era el eco del dolor. El dolor. Ese sentimiento de pena: la bestia que Simona alimentaba, cuidaba, e incluso acariciaba con fervor y frecuencia. Esa bestia era el único recuerdo de su amor. La sentía por dentro, insurrecto y a cada instante. Era la evidencia. Existió. Ella amó, y alguien, alguna vez, la amó.

Comenzó a alimentar a la bestia con elementos de soledad e insomnio cuando aún vivía con sus padres recién regresó de París. La distancia deshizo el nudo de su amor. Simona seguía amarrada, pero del otro lado de la atadura, no había plataforma. No había núcleo. Niebla sin sustento. Ahora amaba sin correspondencia, y las cuerdas del otro extremo navegaban a la deriva.

La bestia que Simona custodiaba, mantenía fresco el recuerdo. No la dejaría ir. La acariciaba como a un cachorro intangible que existía ahora en su furtiva memoria. Le habían dicho que se había vuelto loca. Si no fuera por la bestia que aún la lastimaba, les creería. No; ella la sentía. No se desvanecía, sino que crecía. Sí. Sí existió. No estaba loca.

Simona Ibargüengoitia llevaba veinte años en la misma habitación de paredes de yeso blancas y descarapeladas. No había instrumentos filosos; la enfermera le lavaba los dientes para que la paciente no afilara el mango del cepillo odontológico con los barrotes de la cama. Sus padres la internaron cuando la depresión no encontró su fin. Pero Simona no quería el fin del recuerdo, era suyo para ser acariciado, domado; le daría cuidados. La alimentaría de nostalgia para no dejar de sentir.

Sus padres la visitaron, cada vez, con menos frecuencia. Después de veinte años, ahora solo los veía dos veces al año: en su cumpleaños y en noche buena. Dejaron de asistir porque Simona no los miraba ni respondía a sus preguntas. No sabían si los escuchaba. Sí lo hacía, pero estaba en huelga de dolor.

Hacía años que comenzó a engañar a los médicos y guardaba los calmantes debajo de la porcelana fría. No era agresiva, ni pretendía escapar o atacar. Quería sentir a la bestia; sentir cómo crecía en su interior; fortalecerla con locura. Los calmantes anestesiarían la evidencia punzante del pasado, y sin eso, ella no existiría. La bestia era más fuerte que ella y eso la confortaba. Deseaba que el organismo fuese carnívoro para desaparecer en su placer furtivo.

Cuando cumplió cincuenta años, escribió un poema a su amor; pero sabía que no sería capaz de enviarlo a la niebla que no se había manifestado.

Por ello te recuerdo, porque duele.

Fuiste nubes sobre una tarde de calor,

abrigo en un atardecer escarchado en vele,

luz y reflejo en mi alma oscura y sin color.

Ahora te recuerdo en mi locura honda,

te abrigo y acaricio en mi dolor oceánico;

el sustento tangible de lo que fue y no será.

Mi pena se convirtió en fuente de vida,

hasta que la vida se canse de esperar

y deje de soñar.

Esa noche, a diferencia de todas las otras, no soñó con él. Soñó que volaba entre flores húmedas y lloró al despertar. Estaba alerta y confundida. Los sueños eran su único contacto con la niebla, ahí donde se volvía tangible y la abrigaba del desasosiego. Las visiones del inconsciente la habían abandonado. Un día sin él era insoportable. El dolor ya no le daba calma ni le recordaba lo que fue.

Cuando la enfermera le retiro la bandeja de la merienda —aún con bocados de esquinas intactas—, miró a Simona con detención antes de cerrar la puerta detrás de ella. La zoóloga del sentimiento lúgubre había escondido el cuchillo sin migajas dentro del camisón percudido; lo sacó y se sentó en la mecedora.

Esa tarde no llovió, no había gotas en el cristal. Se meció para eclipsar el sonido del viento y se tragó los calmantes que acumuló en su eternidad. Antes de perder la conciencia, se mutiló las venas de las muñecas y del antebrazo. ¡Ahí estaba el dolor que el sueño le había arrebatado! Néctar de vida eterna para la bestia que habitaba en su interior.

Por Miguel Ángel Sánchez de Armas

En esta entrega comenzamos con un acertijo. ¿Podrá el lector adivinar de quién hablo?

Un escritor, nacido alrededor de 1890, es famoso por tres novelas. La primera es corta, elegante, un clásico inmediato. La segunda, su obra maestra, presenta a los mismos personajes, aunque es más larga y compleja, e incorpora en forma creciente elementos míticos y lingüísticos. La tercera es enorme, casi una locura exuberante de la imaginación.

Una pista: no se trata de Joyce.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, denunció la producción masiva, el estruendo del tráfico y el descarno y fealdad de la vida moderna europea, y amó los árboles y la verdura de la campiña inglesa en donde vivió de niño, así como a las pequeñas y delicadas criaturas con las que se topó en las leyendas nórdicas.

Una pista: no se trata de D. H. Lawrence.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, mezcló porciones de literatura antigua con su propia obra maestra, aderezándolas magistralmente conforme avanzaba.

Una pista: no se trata de Ezra Pound.

Un escritor, nacido alrededor de 1890, se declaró monárquico y católico.

Una pista: no se trata de T.S. Eliot.

Los más antiguos de mis lectores –antiguos en el sentido clásico- quizá hayan adivinado ya de quién hablo.

Y si son mis contemporáneos y fueron como yo vagamundos y en su camino a Damasco se toparon en un callejón con el grafiti “¡Frodo vive!”, entonces ya lo saben de cierto.

Para los más jóvenes, quizá un cuento les ayude:

“Había una vez un cuarentón, profesor de lingüística y filología, que sabía más que nadie en el mundo sobre las antiguas lenguas nórdicas y el Beowulf. El maestro había quedado huérfano muy joven, y el ejército de su país lo mandó a una guerra terrible en donde estuvo a punto de perder la vida.

“Anegado en el lodo sanguinolento de las trincheras y apabullado por el estruendo del cañón y la metralla y los lamentos de amigos y enemigos, quizá haya imaginado el mundo que creó cuando muchos años después interrumpiera por un momento la calificación de un examen para escribir al reverso de la hoja: “En un agujero en la tierra vivía un hobbit”.

Es claro que el escritor de quien hablo, nacido alrededor de 1890 en África del Sur, es John Ronald Reuel Tolkien, hoy una referencia doméstica gracias a Hollywood, pero en mi adolescencia y primera juventud, vicario de un rito arcano cuyos miembros nos reconocíamos por señas secretas y conjuras pronunciadas en voz baja como la de “¡Frodo vive!”

Me asombra que haya sido hasta fines de los ochenta que encontré en mi propio país con quien hablar sobre la tetralogía de Tolkien y sus asonancias y disonancias con, entre otros, Joyce, Lawrence, Pound y Eliot, de la manera juguetona que se consigna al inicio de este texto y que ojalá fuera mía, pero lo es de Jenny Turner, la espléndida periodista autora de Razones para amar a Tolkien.

He aquí un personaje deslumbrante y paradójico. De él se dice que era aburrido en una sociedad y un siglo de tiesuras, y que su devoción por la filología se percibía anticuada incluso entonces.

Pero la obra de este flemático inglés nacido en Sudáfrica, quien nunca alzaba la voz, vestía siempre en tweed y chaleco y fumaba pipa, despertó una corriente pasional pocas veces vista en la literatura.

Jenny Turner confiesa que le asusta haber pasado “demasiado tiempo” de su adolescencia en compañía del demiurgo de El señor de los anillos y que ya adulta si bien encuentra los libros repetitivos y “ruidosos”, éstos siguen conectándose a su espíritu de manera inquietante.

“Hay una succión, un algo primigenio que se transmite entre ambos, como cuando una nave espacial se enchufa a la nave madre. Es como el seno materno, es un alivio infantil… que también es como un hoyo negro”.

Escalofriante memoria, pero humana y generosa si la comparamos con otros juicios, como el de mi admirado Edmund Wilson: “Hipertrofiado… Un libro infantil que de alguna manera se salió de madre… Una pobreza creativa casi patética…”.

John Heath-Stubbs estima que la obra es “Una mezcla de Wagner y el osito Winnie Pooh, mientras Germaine Greer exclama que fue “su pesadilla”.

Vaya, pues. Supongo que el viejo profesor, tan enemigo de las pasiones terrenas, nunca imaginó que la obra iniciada con la frase, “En un agujero en la tierra vivía un hobbit”, fuera a despertar tantas y tan opuestas durante tantas generaciones, pues a estas alturas del siglo y mal que me pese gracias al cine, la cofradía tolkiense es ya una muchedumbre.

No escapa a la aguda e inteligente mirada de Jenny Turner la paradoja: si los libros son tan criticables, ¿por qué a tantos millones les han apasionado?

No es una pregunta fácil, pero tengo mi propia experiencia. El Hobbit (1937) me encontró, aún adolescente, en el aeropuerto de Londres, olvidado o escondido por alguien entre el Time, el Newsweek y el Life.

Lo compré por no dejar, por tener algo que leer en el vuelo de interminables horas que me esperaba. ¿Por no dejar? ¿O fue que se cumplió el adagio de Edmundo Valadés sobre los libros que nos están destinados en la vida?

En la sala de espera comencé la lectura y a la mitad del vuelo maldije no haber adquirido los tres tomos de la secuencia, conocida como El Señor de los Anillos (1954).

Caí en la red del viejo profesor, atrapado, de nuevo, en el vicio solitario que nos libra para siempre de la soledad. No descansé hasta que pude fatigar la trilogía con pasión talmúdica y transité los caminos de toda la obra del viejo profesor y de lo que su hijo Christopher editó amorosamente en memoria del demiurgo de la Tierra Media.

Y como dicen los angloparlantes, al final del día lo que me quedó fue una profunda identificación con la obra, una suerte de simbiosis que, ahora lo pienso, tiene en verdad algo de misterio sobrecogedor.

Leo y releo los libros. Sé de memoria pasajes enteros. Y cada vez que los visito descubro algo novedoso. Quizá ahí esté la explicación. Tolkien fue capaz de comunicarse con otros espíritus en un nivel anímico primario que escapa a toda explicación y que tiene como hilo conductor las emociones y sensaciones más humanas.

Desde luego que una mirada crítica, como apunto arriba, descubre inconsistencias en el texto, en los diálogos, en los personajes y en la narrativa.

Yo daría cristiana sepultura a Tom Bombadil, un personaje arbóreo que transcurre cantando tonadillas hueras y que no tiene mayor consecuencia en el resto de la historia, y trabajaría la estructura interna de algunos protagonistas así como la lógica de varios episodios.

Y ya que de utopías hablamos, también sacaría del mercado la horrenda traducción al español de Taurus, con su majadera “castellanización” de nombres que en vez de un Bilbo Baggins nos sirve un “Bilbo Bolsón” amén de otras aberraciones asestadas a la obra del viejo profesor. No ha nacido el argentino que se deje intimidar por los versos aliterativos del Beowulf. ¡No señor!,

Y a todo esto, ¿quién fue este personaje, esa suerte de hobbit mayor?

John Ronald Reuel Tolkien nació el domingo 3 de enero de 1892 en Bloemfontein, África del Sur, después de un parto difícil y prolongado. Apunto este detalle íntimo porque lo encuentro en la biografía de muchos escritores.

Sus padres fueron Arthur Tolkien y Mabel Suffield. A ese país habían emigrado en busca de fortuna y ahí creció, un niño débil y enfermizo. A la muerte de Arthur en 1896, Mabel regresó a Inglaterra, en 1900 se convirtió al catolicismo y en 1904 murió de diabetes, enfermedad incurable en la época.

La madre es un personaje fascinante por derecho propio y creo que su personalidad impregna a los espíritus etéreos y fuertes de las pocas mujeres en la obra de J.R.R.

Antes de casarse con Arthur a los 21 años, había sido misionera de la Iglesia Unitaria en África y, créalo o no el lector, ¡impartió catecismo en el harén del sultán de Zanzíbar!

Ahora bien, imaginémonos a esta familia de la clase media pobre en la Inglaterra anglicana y victoriana de entonces y las consecuencias que sin duda estos hechos tuvieron sobre la sensible personalidad del niño J.R.R.

¿Recuerda el lector a Shelob, el mefistofélico ser que en forma de tarántula gigante custodia el paso de Cirith Ungol a Mordor por donde deben transitar Bilbo y Samwise merced a las intrigas de Gólum?

Pues en Sudáfrica el niño John tuvo experiencias que aparecerán reflejadas en su obra: un encuentro con una tarántula peluda que lo picó, y con una serpiente.

Y un mozo de la familia “lo tomó prestado” durante varios días para llevarlo a su aldea y presumirlo a su extensa parentela, con las consecuencias que el lector podrá imaginar.

Creo que su niñez africana, su adolescencia en la campiña inglesa, su estancia en las trincheras en la primera guerra mundial -donde el gas mostaza daño su salud para siempre y en donde perdió a la mayoría de sus amigos- , su vida enclaustrada como profesor de filología y sajón antiguo… toda su existencia, pues, está reflejada en la saga de los Baggins, desde la fiesta a la que asisten los enanos sin invitación, hasta la última escena en que Bilbo, Frodo y otros personajes abandonan para siempre la inolvidable Tierra Media.

Pero me estoy saliendo de cauce. Si el viejo profesor pudiera leer estas cuartillas y en particular el anterior párrafo, sin duda las haría confeti, ya que detestaba a los críticos y a los exégetas… ¡y a fe mía que tenía razón! Así que en resumen diré que los cuatro libros de la saga (El Hobbit,  El Señor de los Anillos, Las dos torres y El regreso del rey) con El Silmarilion, integran una república abierta a quien desee pedir la ciudadanía del país mayor del gozo, que es la tierra de la imaginación.

Reuel, el tercer nombre de Tolkien (John Ronald), es un apelativo heredado de padres a hijos en esa familia, y quiere decir, literalmente, “Amigo de Dios”. Sin duda el viejo profesor lo fue.

Por Mónica del C. Aguirre

Muchos años después, frente a la pantalla de la computadora, Juanita Buendía había de recordar aquella tarde remota en la que su padre la llevó a comprar un celular. Era el décimo tercer cumpleaños de Juanita y el celular, su último regalo.

Amaba a su padre. Recordaba cada detalle de aquel cálido día como si hubiera sido ayer; podía volver a sentir cómo escurría el helado de nata por sus dedos torcidos. Ese día llevaba un collar de cochinillas disecadas y sobre sus flacos hombros, un vestido de holanes raídos (Juanita mordisqueaba y se comía el cuello de sus ajuares cuando estaba inquieta). Joaquín Buendía, por su parte, llevaba el mismo traje deslavado que usaba todos los domingos y sus armazones redondos con cadena de púas.

 Cuando regresaron a casa, Francisca de Buendía abofeteó a Juanita.

—¡Te he dicho que dejes de roer los vestidos!— la regañó mientras escupía y el odio le sacaba a presión los ojos de sus cavidades.

 Juanita siempre culpó a su madre de la muerte de su padre. Joaquín Buendía murió a causa de nudos en los intestinos: producto de tantos corajes.

 Cómo había disfrutado su padre al ver la cara de felicidad de Juanita al obsequiarle el celular. Habían valido la pena los escrupulosos ahorros.

 Juanita anotó en un post-it la dirección que encontró en el navegador y salió de casa. No apagó la computadora. La página de Google arrojaba los resultados de la búsqueda: “Médium para hablar con los muertos en Puebla, México.”

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